Promesas incumplidas

Hace poco, después de años sin vernos, me encontré con un amigo de la infancia, con quien compartimos colegio y aventuras.

Me contó que, resignado, había dejado de lado sus pretensiones juveniles de revolucionar el mundo de la publicidad. Se contentaba con un laburo estable y relativamente bien pago que no tenía nada que ver con lo suyo, pero que le servía para mantenerse mientras despuntaba el vicio publicitario de manera freelance, muy esporádicamente.

“¿Y vos? ¿Qué andás haciendo?”, me preguntó. Ahí le conté que estaba buscando vivir de la escritura, que estaba haciendo podcasts, que empezaba a incursionar con los videos en YouTube.

A cada ítem, él respondía algo tipo “te va a ir muy bien, sos muy capaz”, “siempre tuviste facilidad” y cosas por el estilo.

Los sueños desdibujados.

Después me quedé pensando en esa imagen que él tenía de mí (y yo de él). Nos veíamos como adolescentes que éramos pura potencia, en el sentido filosófico del término.

Pibes que nos sentíamos con el mundo a nuestros pies, que creíamos que todo era posible y que nuestras metas de entonces iban a ser puntitos lejanos a nuestras espaldas, porque las habríamos superado largamente.

Terminé aquel día bastante apesadumbrado, mientras recordaba que en el colegio nos veíamos como la gran promesa que cumpliría el sueño de levantar la Copa del Mundo. Hoy, a duras penas, logramos entrar desde el banco en un solteros contra casados.

¿De qué manera se diluye así la historia no escrita? Bueno, quizá sí la habíamos escrito, pero en borrador. Borrador que se convirtió en una descafeinada versión final. Nuestro Halcón Maltés había volado a otro lugar.

Cuando volví a mi casa tras ese encuentro me quedé sumido en la oscuridad, con la mirada hacia la nada, encerrado en un cuadro de Hopper.

¿En qué momento nos habíamos convertido en promesas incumplidas?