Las mil verdades de la milanesa
— ¿Qué estás comiendo, hijo? — me preguntó mi viejo por WhatsApp.
— Milanesa a la napolitana con papas fritas — le respondí, mientras le mandaba una foto.
Esto podría ser algo de lo más normal si estuviera en Argentina. Pero no. Estaba en Australia.
Solemos pensar que no hay nada más argentino que comerse una buena milanesa. Si es a la napolitana y con papas fritas, en un verdadero clásico de los bodegones porteños, mucho mejor.
Sin embargo, un pedazo de carne (o, ampliando nuestros horizontes, cualquier otro ingrediente) apanado es algo mucho más universal de lo que pensamos.
Como suele suceder con los platos, su origen es incierto y son varias las regiones que se disputan su partida de nacimiento. Sin pretender llegar a la verdad revelada de cuál fue el capítulo cero de esta hermosa historia que llamamos “milanesa”, hagamos un pequeño recorrido por las distintas formas que adquiere esta preparación alrededor del mundo.
La versión que llegó a nuestras costas es la cotoletta alla milanese, que se hacía originalmente en la región italiana de Lombardía con el corte que acá llamamos bife ancho.
Una leyenda tan inchequeable como pintoresca cuenta que las clases altas consumían oro en polvo para mejorar su salud y lo usaban para rebozar trozos de carne. Las clases populares, para quienes esto estaba fuera de su alcance, reemplazaron al metal precioso por pan rallado y la costumbre se extendió.
Por supuesto, no hay ninguna fuente fidedigna que respalde esto, pero sí existe un documento fechado en Milán en el año 1148 (sí, leíste bien) que menciona a unos bifes rebozados con miga de pan.
Así, llegó al Río de la Plata con la inmigración y se convirtió en uno de los platos emblemáticos. Una leyenda local cuenta que, en la década de 1940, un cocinero del restaurante El Napoli, que estaba frente al Luna Park, quemó por fuera la última milanesa que le quedaba. Para disimular el error, la vistió con queso y salsa de tomate, con lo que dio inicio a la milanesa a la napolitana, llamada así en honor al establecimiento.
Este nombre tiene la paradoja de unir a dos regiones antagónicas de Italia, rivalidad que, para nosotros, tomó forma en los partidos entre el sureño Napoli de Diego Armando Maradona y los poderosos equipos del norte.
Sin embargo, la milanesa a la napolitana tampoco es un invento original: en la región de Emilia-Romaña preparan desde hace siglos la cotoletta alla bolognese, basada en el mismo concepto.
El tiempo dio lugar a un sinnúmero de interpretaciones de la milanesa: de distintos cortes de carne vacuna, de pollo, de cerdo, de berenjena, de soja, en sánguche, frita, al horno… y la lista sigue hasta el infinito.
En Austria, en cambio, cuentan otra historia. Para ellos, la milanesa se llama Wiener Schnitzel, o sea, “filet vienés”, y es uno de los platos nacionales. Argumentan que la preparación viene del Backhendl, presas de pollo empanadas que ya aparecían en libros de recetas del siglo XVIII.
Paralelamente, el cachopo asturiano, el tonkatsu japonés y el kotlet schabowy polaco dan cuenta de la inmensa diversidad que ofrece el mundo de las milanesas. En América Latina también la encontramos, por supuesto, ya sea bajo el mismo nombre o con otros como chuleta valluna, hecha en Colombia con carne de cerdo.
A Australia la milanesa llegó con el nombre austríaco, schnitzel. En su versión de pollo, se convirtió en uno de los platos típicos de los pubs, para degustar con papas fritas y una pinta de cerveza mientras mirás el partido de fútbol australiano o de rugby.
Allá también tuvieron la idea de ponerle queso gratinado arriba. El título de esta presentación vuelve a homenajear a una zona de Italia: como usaban parmesano, la llamaron parmigiana.
Tan fuerte pegó en la gente, que la forma de abreviar este nombre puede revelar de dónde venís. En los estados de Victoria y Tasmania la apodan parma, mientras que en los demás le dicen parmy. Las pasiones siempre dividen aguas.
Y ese es el plato de la foto que le mandé a mi papá por WhatsApp, que acompañaba con fritas en un pub después de una extenuante jornada laboral. Y, si bien nunca volví a probar unas tan ricas como las que hacía mi abuela, descubrí que, mientras pueda sentarme a comer una milanesa, siempre me voy a sentir como en casa.