El dolor lejos de casa. Parte I: El mal pasajero más largo de todos
Todo comenzó con una invitación.
— Vengan, como despedida les voy a cocinar una barbeque con cosas que me manda mi esposa y no voy a llegar a comer porque son muchas.
Así era Steve, ese australiano charlatán y aventurero que, de tanto en tanto, se rajaba de su casa para irse unas semanitas de campamento con su motorhome gigante. Lo habíamos conocido hacía apenas un par de días en el parque nacional cerca de Exmouth, al noroeste de Australia, pero rápidamente nos tomó como protegidos y pasábamos horas charlando, cerveza en mano, junto al fogón o mirando el mar. En un ataque de originalidad, lo bautizamos “Tío Steve”.
Mi amigo Martín y yo veníamos de un roadtrip largo viviendo a fideos, arroz y birra, así que la posibilidad de comer carne antes de seguir viaje fue un regalo maravilloso. Quizá por eso no me dio impresión ver a ese pedazo de panceta que flotaba en grasa en la sartén. En ese mar lípido también navegaban hamburguesas y las típicas salchichas. Para nosotros era una fiesta.
Pero las fiestas nunca son gratis: alguien las tiene que pagar. Esa misma madrugada, un dolor de panza que me hacía doblar en dos como una reposera me despertó. “Steve, la puta madre, tanta grasa me está matando”, pensé, mientras consideraba que era sólo una indigestión. Al otro día todo estaría bien. Mejor que así fuera, porque no tenía seguro médico y sabía que una consulta en Australia me iba a agujerear el bolsillo.
A la mañana siguiente, el dolor espantoso de la noche derivó en molestia. No estaba perfecto, pero era un gran avance. Nos subimos a la van y de nuevo a la ruta. Un par de días sin aceite ni alcohol me dejarían como nuevo.
Ja.
Llegó otra noche de espanto. Todo el dolor que no había sentido durante el día se hizo presente a la madrugada. Empecé a transpirar. Probé dormir en posición fetal: imposible. ¿Estirado? Menos. Sentía unas ganas de vomitar que, por más que intentaba, no podía sacarme. De casualidad descubrí que si me ponía en cuclillas y daba pequeños saltitos, como cuando te pegan un pelotazo ahí abajo, el dolor aflojaba un poco. Me pasé horas alternando entre ese movimiento y mis intentos de dormir.
De a ratos miraba alrededor. Estábamos en un camping agreste, rodeado de árboles iluminados por la luna casi llena. ¡Qué hermoso lugar! ¿Por qué no lo puedo disfrutar? Cuando el dolor me daba una pequeña tregua y podía pensar un poco más claramente, reparaba en que de un momento a otro podía aparecer una serpiente, algo más que común en Australia. Pero después ese malestar horrendo volvía y los ofidios dejaban de ser un problema.
Al rato se hizo de día y me di cuenta de que había pasado mi penúltima noche australiana sin dormir por ese dolor abdominal. Al día siguiente tenía que tomar mi vuelo en Perth para seguir mi viaje por Hong Kong. ¿Iba a llegar en condiciones?
Pusimos proa rumbo al Sur para seguir y ahí fui comprendiendo que este dolor era traicionero, como una trompada en la nuca. Durante el día, todo bien. Apenas una ligera molestia de a ratos, y la mayor parte del tiempo nada. Pero, de noche, aparecía como una emboscada y me sentía en medio de una ronda de matones que me pateaban el estómago.
Ese día llegamos a Perth y Martín sugirió pasar por una farmacia. Sin tener muy en claro dónde estaba el problema, decidí adquirir un arsenal de amplio rango. Googleé cómo se llama la Buscapina en Australia (“Buscopan”, casi lo mismo) y le agregué paracetamol y un par de analgésicos que ya no recuerdo.
Disfrutamos en Perth de ese río lleno de cisnes, del azul profundo del Índico y de las vistas de la ciudad. Ni noticias del dolor, pero ya sabía que atacaría de madrugada. Buscamos un hostel para esa última noche y me entregué a los demonios.
Me acosté con mucho miedo, pero pude dormir tranquilo un par de horitas. De pronto, otra vez ese dolor agudo y la sensación de que si no me hago una bolita me voy a morir. Seguía decidido a no ir a un médico, pero eso no me impidió escribirle a mi primo estudiante de Medicina, que gracias a la diferencia horaria estaba despierto y disponible.
— ¿El dolor es abajo a la derecha del abdomen?
— No, es arriba medio tirando a la derecha.
— Bueno al menos con eso descartamos apendicitis, que sería un problemón.
Tras un rato de charla y la evaluación de otros diagnósticos posibles, encontré una posición cómoda y sin dolor para dormir y caí rendido.
Me sentía bastante bien al otro día, así que no tuve problemas en llegar al aeropuerto de Perth y embarcarme con destino a Hong Kong. Mi plan era pasar un puñado de días ahí y luego encontrarme con mi hermana en Indonesia. Me prometí cuidarme con las comidas para llegar diez puntos al reencuentro familiar.
El vuelo, al que le tenía mucho miedo, transcurrió sin dolor. Ya me había imaginado protagonizando una escena de película con la explosión de alguno de mis órganos ante el horror de los demás pasajeros y la mala suerte de que no hubiera un médico a bordo. Pero nada de eso. Mi primer día en Hong Kong también anduvo bárbaro. El hostel era feo y caro, el baño horrible y la cama incómoda, pero yo ya empezaba a pensar en mis próximas aventuras y en cómo todo este malestar espantoso se convertía en algo del pasado.
Cuando esa noche me desperté para vomitar, supe que la pesadilla continuaba.
Sigue en la Parte II.