El argentino que inventó la máquina de hacer llover

Agustín Avenali
6 min readAug 14, 2020

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Quién más, quién menos, puede nombrar un puñado de inventos argentinos. La birome, el dulce de leche, el colectivo, la identificación por huellas dactilares, la transfusión sanguínea. Muy Bersuit, ¿no? Sí, la argentinidad de estos inventos es medio debatible en algunos casos. Pero estamos dejando afuera a uno de los más extraordinarios inventos de nuestra tierra: la máquina de hacer llover.

Juan Baigorri Velar nació en 1891 en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, hijo de un militar. Estudió en el colegio nacional de Buenos Aires y se recibió de ingeniero geofísico en la Universidad de Milán. Hasta acá, un tipo normal. Bueno, no sé si “normal”, ¿cuántos ingenieros geofísicos recibidos en la Universidad de Milán conocés? Yo, sólo a este.

Una vez recibido, el chabón recorrió varios continentes laburando para empresas petroleras, analizando suelos y ayudando a buscar el preciado oro negro. A fin de hacerse un poco más fácil el trabajo, Baigorri había construido en Italia sus propios instrumentos de precisión, con un montón de cosas que no llegué a entender pero incluía las palabras “radioactivo” y “electromagnético”. Así que imaginate. Estos instrumentos le permitían detectar la presencia de minerales y las condiciones de los suelos.

En 1926, mientras trabajaba en Bolivia en la búsqueda de minerales utilizando un aparato de su invención, Baigorri observó algo curioso. Cuando conectaba el mecanismo y se ponía en funcionamiento, se producían lluvias ligeras. “Pucha, qué mala suerte”, decía, “pruebo después”. De nuevo. Y de nuevo. Ya parecía no ser casualidad y consideró que esas pequeñas lluvias podrían ser originadas por estas cuestiones electromagnéticas de su máquina.

En 1929 volvió a Argentina convocado por Enrique Mosconi para laburar en la entonces joven YPF. Siguió experimentando y decidió mudarse de su casa en el barrio porteño de Caballito, porque tenía mucha humedad y temía por la salud de sus instrumentos. Así que, todo científico como era, Baigorri recorrió de punta a punta en tranvía la Avenida Rivadavia, llevando un altímetro que le permitió detectar el punto más elevado de la ciudad, a la altura de la calle Araujo, en el barrio de Villa Luro. Bueno, un poco le pifió porque como hoy sabemos, el punto más alto de la ciudad de Buenos Aires está en Devoto, en la esquina de Beiró y Chivilcoy, unos cuatro kilómetros al norte.

La cosa es que se instaló con su esposa y su hijo adolescente en una casona de la esquina de Araujo y Ramón Falcón, en Villa Luro, y en el altillo armó un laboratorio donde continuó sus investigaciones.

El resultado de todo esto fue un aparato, una caja del tamaño de un televisor de 14 pulgadas que el periodismo de la época llamó “Pluviógeno”. Sí, faltaba un buen departamento de marketing todavía.

Esta caja contenía, cito: “una batería eléctrica, una combinación de metales radioactivos fortificados por el aditamento de sustancias químicas y dos antenas de polo negativo y positivo”. Pero nunca aclaró qué sustancias, ni qué metales, ni cómo se relacionaban entre sí. Mucho misterio. Y, según su propio testimonio, con su aparato aguó varios fines de semana de 1938: “Las lluvias de julio fueron mías”, le aseguró al diario Crítica haciendosé el galán.

En 1938, tras perfeccionar el invento, Baigorri sintió que era el momento de darle un poco de manija. Hizo lo que cualquiera de nosotros habría hecho en su lugar: buscó el sponsoreo de los ferrocarriles. Fue hasta las oficinas del Ferrocarril Central Argentino, que hoy forma parte de la Línea Mitre, y se entrevistó con el gerente, mister Mac Rae, para que le brindara apoyo logístico y diera fe de la efectividad de su aparato. “Escuchemé, Mac Rae”, le dijo, “brindemé apoyo logístico y dé fe de la efectividad de mi aparato”.

Mac Rae se habrá reído para sus adentros pero le tiró un desafío. Le dijo que hiciera llover en Santiago del Estero, donde hacía como tres años que no llovía. Baigorri fue para allá con un testigo de la empresa, que dio fe de que con su aparato había provocado un pequeño chaparrón en la localidad de Pinto, 250 kilómetros al sudeste de la capital. Ya era bastante impresionante, pero Baigorri fue por más y se instaló en la ciudad de Santiago del Estero. Tras 55 horas de funcionamiento de su dispositivo, generó una tormenta de la gran flauta que duró once horas e hizo caer 60 milímetros de agua.

Ahí se empezó a correr la bola de este tipo que tenía la máquina para hacer llover. Entrevistas, cenas… todavía no estaban los almuerzos de Mirtha Legrand, pero de haber existido seguro que iba. Obviamente, también aparecieron enemigos, que hoy les diríamos haters. Alfredo Galmarini, el capo de la Dirección de Meteorología, dijo que Baigorri era un chanta, un zanatero que simplemente tenía mucha suerte. Así que el ingeniero contraatacó y los diarios publicaron su desafío: “Como respuesta a las censuras a mi procedimiento, regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939”. Tomá. Ah, y para mojarle la oreja a su detractor, le mandó un paraguas de regalo.

El 30 de diciembre encendió la máquina, como para ir preparando todo, y la gente se asustó porque en Villa Luro se empezó a nublar. Una multitud se reunió frente a la casa de Baigorri a pedirle que aflojara un poco, que no arruinara las fiestas de fin de año. El tema era que tenía que ir regulando el aparato pero les dijo que no se precuparan, que iba a llover recién entre el 2 y el 3 de enero. El 31 a la noche no pasó nada y todos pudieron festejar tranquilos.

En la mañana del 2, la ciudad volvió al trabajo. Y nada. Cielo azul con alguna nubecita por ahí. Nada de viento. De a poquito, empezó la marcha… cada vez más nubes, cada vez más negras, cada vez más cerradas, hasta que… ¡pum! Tormenta eléctrica y un chaparrón de aquellos en Buenos Aires. Crítica, el diario Crónica de aquellos años, sacó en la tapa de su edición vespertina: “Como lo pronosticó Baigorri, hoy llovió”.

Era lo que le faltaba para ser una celebridad. Los pibes se juntaban en la esquina de su casa y cantaban: “Que llueva, que llueva/ Baigorri está en la cueva/ enchufa el aparato/ y llueve a cada rato”. Después de eso, viajó a Carhué, que estaba viviendo una sequía que había dejado vacío al lago Epecuén. Como si fuera un trámite, generó dos tormentas eléctricas que desbordaron el lago.

Para entonces ya mucha gente le había preguntado sobre el funcionamiento de su invento e incluso un yanqui le quiso comprar la patente, pero se negó rotundamente. Después de estos meses de notoriedad, pasaron sus quince minutos de fama y regresó a su trabajo en el mundo petrolífero.

Volvió a escena a fines de 1951, cuando el gobierno peronista lo convocó para terminar con una sequía en Caucete, ahí nomás de la ciudad de San Juan. Más tarde hizo lo mismo en Córdoba, donde provocó una lluvia de 81 milímetros que dejó al dique San Roque con un nivel superior a los 35 metros. Su última hazaña fue desparramar lluvias por todo el territorio de La Pampa. Después de eso, el gobierno no le dio más pelota porque Baigorri se negaba sistemáticamente a revelar el funcionamiento de su invento y decía que él era el único que podía manejarlo.

Esto lo llevó al ostracismo, dejó de aparecer públicamente y nunca más se supo de él ni de su invento. Destruyó los planos y se recluyó en su casa de Villa Luro, donde durante un tiempo la gente se paraba a mirar cada vez que llovía a ver si era obra de Baigorri. Dicen que la máquina quedó tirada en algún taller, rodeada de chatarra. Finalmente, Juan Baigorri Velar murió en el otoño de 1972. Cuando fue enterrado en el cementerio de la Chacarita, obviamente… llovió.

Esta historia forma parte del podcast “Cosas que no sabías… que no sabías”, producido por Home Office, la casa de los podcast.

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Agustín Avenali

Flâneur, escritor fantasma, periodista, creador de podcasts. Un buscador de historias. / Flâneur, ghostwriter, journalist, podcasts creator. A story seeker.