Cómplice de mi abuela
Hasta que cumplí diez años, mi abuela Delia y yo éramos inseparables. Me llevaba y me iba a buscar al colegio, me hacía milanesas, me ayudaba con la tarea y siempre me dejaba quedarme con el vuelto de los mandados. Una abuela de manual.
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Como mis papás siempre estaban trabajando o de viaje, pasaba la mayoría de mis horas con ella. Era su único nieto, así que toda su atención era para mí. Me enseñaba a querer a los animales, me contaba historias de su infancia en el sur y me decía el nombre de cada una de sus plantas.
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Para hacerme sentir útil e importante, me pedía ayuda para algunos quehaceres y después remarcaba que no habría podido hacerlo sin mí. “Sos mi cómplice”, me decía mientras me daba una palmadita en la espalda o me ofrecía una galletita.
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Mis amigos la adoraban porque siempre que los invitaba a su casa de Villa Urquiza ella los recibía con papas fritas y gaseosa. Se sabía los nombres de todos e intentaba hablar con palabras de moda, pero las usaba mal y todo terminaba en risas.
Los fines de semana se reunía con sus amigas a tomar el té y comer masitas. Susana, Norma, Raquel y Carmen llegaban con sus tacos, sus joyas y sus perfumes y me saludaban con besos que me dejaban una estampa de labial en el cachete. Jugaban a las cartas y se reían a los gritos mientras compartían chusmeríos. Yo jugaba con mis autitos en la habitación de al lado, pero igual llegaba a respirar el humo de los cigarrillos de “las chicas”, como las llamaba mi abuela.
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Cuando sus amigas la visitaban, me llamaba y me hacía cantarles alguna canción que ella me había enseñado, que casi siempre incluía malas palabras. Cada improperio de ese nene cantor las hacía estallar en carcajadas.
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Una tarde, antes de la habitual reunión en su casa, me llamó a la cocina.
– ¡Ya estás grande, tenés casi diez años! Estás listo para ser mi ayudante.
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Con mi pecho inflado de orgullo ante tamaña responsabilidad, fui asistiendo a mi abuela en la elaboración de una torta. Seguía cada instrucción al pie de la letra. Batir los huevos, poner el azúcar, mezclar la manteca, agregar la harina, un poquito de esencia de vainilla. “Y ahora, mi ingrediente secreto”, exclamó al tiempo que sacaba de la alacena una lata color rosa viejo, medio oxidada. Puse una cucharadita de ese polvo blanco que, según ella, iba a hacer que la torta fuera alta y esponjosa.
Me quedé mirando a través de la ventanita empañada del horno como si fuera el más emocionante programa de televisión. No quería perderme el momento en el que esa mezcla que había hecho se convertiría en una deliciosa torta. ¡Mi primera torta!
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Cuando estuvo lista y mi abuela Delia la sacó del horno, ese manjar perfumó cada rincón de la casa. Ya quería probarlo.
– ¡No! ¡Ni se te ocurra! Esto es para los grandes — dijo mi abuela mientras dejaba a la torta fuera de mi alcance — Otro día hacemos otra y la comemos toda, ¿sí? Gracias, cómplice. No lo habría podido hacer sin vos.
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Me dio un beso y me puso diez pesos en la palma derecha. Medio enojado por no poder probar mi creación, me fui a jugar al patio y al rato me olvidé del tema.
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Unas semanas después llegó mi décimo cumpleaños. Nunca fui de hacer festejos muy grandes. Venían cuatro o cinco amigos a casa, los más cercanos, y, por supuesto, mi abuela.
Pero pasaban las horas y ella no aparecía. Me distraje un poco con mis amigos y abriendo los regalos, aunque no dejaba de estar triste porque mi abuela no tocaba timbre con mi torta de cumpleaños en sus manos. Sin embargo, decidí seguir jugando.
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Mientras Facu contaba hasta cien, yo buscaba un lugar donde esconderme. Pasé por el living y vi a mi mamá mirando el televisor con los ojos grandes como platos, en silencio, paralizada. Giré la cabeza hacia el aparato y leí las letras rojas del noticiero: “Cae la envenenadora de Villa Urquiza”. Las imágenes eran del frente de la casa de mi abuela y se veía a la policía subiendo a una mujer con la cabeza tapada a un patrullero.
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Escuché algunas palabras sueltas: Amigas. Deudas de juego. Estafas. Veneno. Torta.
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De pronto, pese a tener diez años, entendí quién era mi abuela Delia. Mi primera sensación no fue tristeza, ni vergüenza ni bronca. Tuve miedo. Miedo de que la policía empezara a atar cabos y me viniera a buscar a mí, al nieto de la abuela malvada, al nene que había cocinado la torta envenenada. Al cómplice.